Tomado del diario español El Mundo del lunes 18 de marzo de 2019, de la Sección Tribuna Opinión, y publicado en la siguiente dirección electrónica:
'Exhumatio non petita...'
Julio Banacloche Palao
Es difícil pensar en un procedimiento administrativo que
pueda ser ideado, tramitado y resuelto con un mayor nivel de improvisación,
torpeza y precipitación, como el seguido para la exhumación del general Franco.
El Gobierno, siempre que puede, le echa la culpa del retraso en la adopción de
dicha medida a la resistencia "numantina" de la familia del anterior
Jefe del Estado, pero lo cierto es que todo lo que está sucediendo es de la
sola y exclusiva responsabilidad gubernativa: primero, por no prever que lo
acaecido podría llegar a producirse (como así ha sido); y segundo, por intentar
solventar los problemas que iban surgiendo con ocurrencias que han originado a
su vez nuevos inconvenientes, algunos de muy difícil solución.
Todo comienza con la decisión de ordenar la exhumación a
través de un decreto ley -que exige un presupuesto habilitante de urgencia que
a todas luces no se da en el presente caso y que puede terminar originando la
inconstitucionalidad de la norma-, en vez de un simple decreto, con el único
fin (declarado por el propio Gobierno) de intentar blindar la medida de un
posible recurso a los tribunales por parte de la familia (con la que, por
cierto, nunca se ha intentado negociar en serio para una reubicación menos
ostentosa de los restos del difunto). Es obvio que lo pretendido no se ha
conseguido, porque ahí está el recurso contencioso-administrativo presentado la
semana pasada contra el acuerdo final del Consejo de Ministros que ordena la
exhumación.
Pero es que además, el hecho de acudir a una norma con
rango de ley simplemente para exhumar el cadáver de Francisco Franco, generaba
un nuevo problema: que aquella podría convertirse en una "ley de caso
único", para la que el Tribunal Constitucional exige unos requisitos que
aquí no concurrían. De ahí que el art. 16.3 de la Ley de la Memoria Histórica
no mencione a Franco directamente, sino que ordene exhumar a todos los que
están enterrados "en el Valle de los Caídos" (no en la Basílica) y
que no han sido víctimas de la Guerra Civil. Nuevo error del Ejecutivo,
derivado una vez más de la imprevisión: en el cementerio anejo a la Basílica
están enterrados 19 monjes, que tienen que ser imperativamente exhumados con la
nueva norma sin razón alguna que lo justifique. A nadie, pues, debe sorprender
que, a la vista de lo anterior, la Iglesia y la abadía se opongan a una reforma
legal que obliga a practicar dichas exhumaciones.
Pero aún hay más, y posiblemente con peores consecuencias
para los intereses del Gobierno cuando llegue la decisión judicial: en la ley
reformada se dice expresamente que los restos mortales del difunto se
entregarán a la familia, que decidirá dónde han de ser inhumados de nuevo. Los
Franco respondieron en su primer escrito que querían que se depositaran en la
cripta de la Almudena, donde son propietarios de un nicho en el que ya está
enterrada la hija del difunto. A pesar de que este hecho era fácil de conocer,
al Gobierno le pilló completamente de sorpresa y, quizá por eso, varias
ministras declararon sobre la marcha que la cripta era un recinto privado y
que, aunque no les gustara, no se podía evitar que Franco fuera allí inhumado.
Pero luego debieron pensarlo mejor, y entonces desde el Gobierno se impulsó una
reforma exprés de la Ley de Memoria Histórica -que estaba tramitándose en el
Parlamento-, para prohibir el enterramiento de Franco en un sitio abierto al
público (con lo que se reconocía que no había hasta entonces cobertura
normativa para impedirlo).
Pero como ese proyecto de ley no avanzaba en el Congreso,
el Ejecutivo decidió cambiar de estrategia y prohibir por las bravas la
inhumación de Franco en la Catedral. Para ello se sirvió de un informe del
delegado del Gobierno (o sea, de sí mismo) que, de forma increíble, sobre la
base de meras hipótesis y conjeturas y, lo que es más insólito aún, sin contar
con el apoyo de informes técnicos que respaldaran sus subjetivas y discutibles
apreciaciones, terminaba diciendo que el entierro de Franco en la cripta de la
Almudena generaría graves problemas de orden público y seguridad ciudadana. Ya
daba igual que se esté ante una tumba de titularidad privada, o que ésta se
ubique en un edificio fácilmente controlable: lo único importante era evitar
que Franco pasara del Valle de los Caídos a la Catedral de la Almudena, con la
carga de ridículo que eso comportaba.
Pero este nuevo giro del Gobierno, fruto de la
imprevisión y la chapuza, tiene también consecuencias jurídicas. Aunque en el
art. 16.3 de la Ley nada se dice sobre la posterior inhumación de los restos
exhumados, en la norma que regula el procedimiento -que también tiene también
carácter legal-, sí se menciona expresamente que quien decide donde se llevan
los restos de Franco es su familia. Por lo tanto, cuando ayer el Gobierno
acuerda que dichos restos irán al panteón de El Pardo, hay que preguntarse cuál
es la cobertura jurídica en que se apoya tal medida, porque lo que expresa la
norma es que el cadáver debe entregarse a los Franco, y que el Gobierno solo
puede actuar si estos no se ponen de acuerdo sobre a dónde debe trasladarse (lo
que evidentemente aquí no ha sucedido).
Por otra parte, una vez metido el Gobierno en este
callejón sin salida en el que ha entrado, cabe plantear nuevas hipótesis: ¿qué
sucedería si, en el supuesto de que al final se consiguiera enterrar a Franco
en El Pardo, sus nietos decidieran al cabo del tiempo reubicarlo en otro lugar?
¿Necesitarían autorización gubernativa para ello? Como no hay norma alguna que
imponga esa obligación, la posibilidad de que, en cuanto se pueda, la familia
burle la medida adoptada el viernes a la desesperada por el Gobierno, no es en
absoluto descartable (si es que antes no la ha declarado ilegal o
inconstitucional el propio Tribunal Supremo). Por cierto, conviene recordar que
la cripta de Mingorrubio donde el Gobierno quiere enterrar a Franco es de
titularidad pública: parece que el argumento de que resultaba inadmisible que
el anterior Jefe de Estado estuviera en un lugar propiedad de Patrimonio
Nacional, ahora ya no es tan relevante.
Mención aparte merece la desafortunadísima manera con que
se ha abordado la obtención de la autorización eclesiástica necesaria para
practicar la exhumación (no para acceder a la Basílica, que es algo puramente
instrumental, sino para la realización del acto en sí). Tanto el Comité de
Expertos designado por el presidente Zapatero como la Abogacía del Estado
reconocían que, sin la autorización del abad, no se podía proceder a la
exhumación. Pues bien, pensando que disponían de dicha autorización (porque
alguien debió creer que desde Roma se iba a obligar al prior del Valle a
concederla), el Gobierno modifica en noviembre los términos del procedimiento y
reconoce que sin ella no cabe acordar la exhumación. Enésimo error, porque la
autorización no se concedió, y entonces faltaba un requisito que el propio
Ejecutivo consideraba imprescindible para exhumar. La solución es una nueva
improvisación: se sigue adelante con la medida, y en la ejecución ya se verá
cómo se sale del paso.
Hasta ahora, todo lo expuesto se refiere a cuestiones
básicamente procedimentales, pero que pueden dar al traste con la exhumación
acordada. Si a eso añadimos el debate de fondo, que es de gran enjundia -puesto
que están en juego derechos fundamentales como la igualdad ante la ley, la
libertad religiosa y de culto, o la intimidad familiar, a lo que se puede
añadir el alcance de la inviolabilidad de los edificios religiosos cuando se
afecta a actos de culto-, parece claro que la decisión está muy lejos de ser
adoptada en unos pocos meses. Además, dado que el riesgo de perjuicio
irreparable es evidente, nadie duda (ni el propio Gobierno) que el Tribunal
Supremo va a ordenar la medida cautelar de suspensión solicitada.
Por eso, el anuncio del Ejecutivo de que ha ordenado que
el 10 de junio se exhume a Franco del Valle de los Caídos resulta bastante
sonrojante. Probablemente es solo propaganda electoral, pero después de
observar cómo ha actuado el Gobierno a lo largo de todo este procedimiento,
quizá hubiera sido más prudente que, en vez de sacar pecho, adoptara un perfil
bajo y rogara porque sus errores no terminen poniendo el asunto en la casilla
de salida.
Julio
Banacloche Palao es catedrático de Derecho Procesal de la Universidad
Complutense de Madrid y Director del Departamento de Derecho Procesal y Derecho
Penal de la Facultad de Derecho de dicha universidad.
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