Desafío secesionista y justicia constitucional
No debería
pedirse al Tribunal que realice el trabajo del Gobierno e indique medidas de
intervención.
Las instituciones de garantía son frágiles y los órganos representativos no
deben exponerlas a riesgos innecesarios. Nuestro Tribunal Constitucional (TC)
tiene un sólido prestigio, pero salió dañado tras el control del Estatuto de
Cataluña: un intenso conflicto que debieron resolver las Cortes. Magistrados
prorrogados. Recusaciones abusivas. Una sentencia de un colegio dividido que se
pronunció donde el pueblo catalán ya lo había hecho. No es fácil levantarse de
un conflicto así, pero sólo los bárbaros no aprenden de los errores.
Sorprendentemente, recuperar la excelencia de los magistrados y el consenso en
su selección sigue sin estar en la agenda, y ahora llega una reforma
problemática.
Una proposición de reforma de
la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional para la ejecución de
sus resoluciones. La idea parece buena, pero no lo es. Veámoslo con
distanciamiento. La forma de su presentación dista de ser óptima. Sobreviene en
plena campaña electoral en Cataluña. Bajo la iniciativa de un único grupo
parlamentario y, sobre todo, sin consultar al propio Tribunal Constitucional,
según es ya una tradición con el fin de aprovechar su experiencia.
Tampoco es razonable su tramitación, corriendo en lectura única y por el
procedimiento de urgencia en paralelo con las elecciones catalanas. En la
legislatura anterior, cuando se llevó a cabo la reforma del artículo 135 de la
Constitución española sobre la estabilidad presupuestaria, ya advertí que las
normas del bloque de la constitucionalidad no deben modificarse con urgencia
por su acusada estabilidad. Es una contradicción.
Se trata de garantizar la efectividad de las resoluciones y —se dice— de
“adaptarse a las nuevas situaciones”: el desafío secesionista en Cataluña
impulsado por unas fuerzas políticas que no se detienen ante las leyes y normas
constitucionales. Los nuevos instrumentos de ejecución que pretenden
introducirse son un trasunto de la Ley de la Jurisdicción Contencioso Administrativa.
Sólo que la jurisdicción constitucional y la contenciosa tienen naturalezas
distintas. No es lo mismo dar instrucciones a una Administración pública,
sometida en sus fines a las leyes, que a un Parlamento o un Gobierno
representativos. Los cuerpos del trasplante no son homogéneos. Es difícil creer
que a los grandes juristas que redactaron la ley orgánica en 1979 no se les
ocurriera esta idea, pero la desecharon. Se diseña un incidente que permite, en
caso de incumplimiento, imponer multas, suspender a las autoridades y empleados
públicos, y, en especial, “requerir la colaboración del Gobierno” para que
adopte “las medidas necesarias para asegurar el cumplimiento”; y, en
“circunstancias de especial trascendencia constitucional”, puede hacerse sin
dar audiencia a las partes.
¿Qué decir? Algunas de las novedades ya están en la ley y otras son
problemáticas o simplemente ineficientes. Pretende solventarse el desafío por
un camino inadecuado. Un incidente de ejecución de sentencias en vez de asumir el
Gobierno sus responsabilidades. ¿Van unas multas a ser disuasorias? ¿Puede el
Tribunal Constitucional suspender a un cargo público representativo o es una
decisión de otros tribunales? Todo ello puede además ocasionar problemas en
supuestos normales, pues se introduce una regulación general.
La Constitución diseña un doble sistema de controles. Unos ordinarios
(artículo 153 de la Constitución) sobre los actos
de las Comunidades Autónomas y a cargo de tribunales. Otros extraordinarios y
políticos sobre los órganos
(artículo 155 de la Constitución), cuando se “atente gravemente contra el
interés general” de España: la llamada intervención federal o coacción estatal.
¿Cuál les parece que debería activarse si se produjera una declaración
unilateral de independencia por poderes públicos o privados?
Este control excepcional ya fue aplicado el 6 de octubre de 1934. Pero no
conviene llegar ahí. La vía debe venir limitada por la excepcionalidad de la
amenaza, por la proporcionalidad en las medidas, y por la autorización del
Senado. La proposición, sin embargo, intenta tender un puente entre controles
jurídicos y políticos, entre las aguas del Gobierno y las funciones del TC, y
ese es su error. Si el Gobierno pretendiera ampararse en el Constitucional,
este planteamiento elusivo solo llevará a destrozar el paraguas. Quizás las
elecciones solucionen este serio enfrentamiento político, pero no debería
pedirse a un tribunal que realice el trabajo del Gobierno e indique medidas de
intervención.
La transacción y el diálogo —estos sí, urgentes— son la mejor manera de
evitar controles a los que ningún Estado puede renunciar cuando se incumple
gravemente la Constitución. El TC ya ha advertido que ni el “derecho a decidir”
ni el derecho a la autodeterminación aparecen reconocidos en la Constitución,
pero pueden ser “una aspiración política”, a la que sólo puede llegarse
mediante un proceso ajustado a la legalidad. Legalidad y diálogo, sin
rigideces. Ya nos lo enseñó Espriu en La
pell de Brau: "Recorda
sempre això, Sepharad. Fes que siguin segurs els ponts del diàleg".
Javier García Roca es catedrático de Derecho
Constitucional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario