“Por nacionalismo quiero decir, primero, el
hábito de suponer que los seres humanos pueden ser clasificados como insectos y
que bloques enteros de millones o decenas de millones de personas pueden ser
clasificados con certeza como buenos o malos”, escribe Orwell. “Pero segundo —y
esto es mucho más importante— me refiero al hábito de identificarse con una
sola nación u otra unidad, colocarla más allá del bien y del mal y no reconocer
ninguna otra obligación más allá de la de promover sus intereses”. El escritor
británico detecta estas actitudes tanto en los ideólogos de la derecha y de la
izquierda como en los fanáticos religiosos, pero lo interesante hoy,
precisamente, es ponderar lo útil que pueda ser su ensayo como definición de
las expresiones cada día más extremas del nacionalismo catalán y de lo que en
Cataluña llaman “el nacionalismo español”.
Pasa el tiempo y uno ve como el discurso de
ambos va encajando, cada día más, con estas dos precisiones orwellianas. Los
independentistas catalanes clasifican a “los españoles” —o a los andaluces o a
los extremeños— como si cada uno de ellos no fuera un individuo único y
soberano; sus enemigos en el resto de España clasifican a “los catalanes” con
el mismo deshumanizante desdén. Cada uno entiende sus obligaciones e intereses
en función de los prejuicios que le han inculcado y se muestra incapaz —o no
tiene la más mínima voluntad— de intentar meterse en la piel del otro. Como
entendería Orwell si estuviera vivo, y como muchas veces se ha dicho, la guerra
civil española aún no ha terminado; los hábitos mentales de aquellos tiempos
perduran y el diálogo de sordos sobre el tema nacionalista sirve como buen
ejemplo. Se eleva y se eleva la temperatura de la discusión, se impone el
conflicto sobre el debate, la emoción sobre la racionalidad y la posibilidad de
llegar a soluciones pragmáticas, basadas en un sobrio análisis de las
aspiraciones o los temores del otro, se esfuman. Lo que brilla por su ausencia
es el respeto mutuo. Empatía: nadie parece entender el significado, o el valor,
de la palabra, mucho menos los dirigentes políticos.
La regla parece ser
que el chilla más alto será el ganador. El objetivo es negar lo que es real
para el otro, hacer que desaparezca como por arte de magia, pero lo que ocurre
es que se echa más leña al fuego, se genera mayor antagonismo. Esta ha sido la
consecuencia de prácticamente todas las declaraciones sobre la cuestión
catalana provenientes del Gobierno de Mariano Rajoy (“españolizar a los
catalanes”, etcétera) desde la enorme manifestación independentista en
Barcelona del 11 de septiembre. Cuatro meses antes se oyó a Esperanza Aguirre,
entonces presidenta de la Comunidad de Madrid, pedir que se suspendiera la final
de la Copa del Rey entre el Barcelona y el Athletic Bilbao porque los
aficionados iban a pitar el himno nacional. No se suspendió y lo pitaron; pero
si se hubiera suspendido el sentimiento independentista se hubiera inflamado
más, no al revés.
La realidad es que el mayor aliado que tiene
el independentismo catalán, más influyente que Convergència i Unió o Esquerra
Republicana sobre los corazones y las mentes de la población, es el gobierno
del PP. El peor aliado sería un gobierno nacional dispuesto a reconocer que el
impulso secesionista responde a emociones reales y se debe tomar en serio, que
merece una respuesta medida y respetuosa, abierta al diálogo. Partiendo, por
ejemplo, del reconocimiento de que el catalán es un idioma auténticamente
nacional hablado por muchos millones de españoles y que no se emplea, como
algunos españoles fuera de Cataluña parecen creer, “solamente para joder”. Por
el otro lado se podría hacer un esfuerzo para reflexionar sobre la arraigada
noción de que “los catalanes somos superiores al resto de los españoles” o
preguntarse, suponiendo que sea verdad que sin Cataluña serían más pobres
aquellos seres humanos que por las cosas del destino nacieron en otra región de
España, si éste es un tema digno de interés o compasión. Aunque como dice
Orwell, según su definición del pensamiento “nacionalista”, “la lealtad es el
tema, y la compasión deja de operar”.
Orwell reconoce al final de su ensayo que
“estos odios y amores nacionalistas forman parte de lo que la mayoría
somos….nos guste o no”. Es decir, no se trata de una cuestión meramente
española; es un síntoma del subdesarrollo de la civilización humana. Pero se
puede hacer “un esfuerzo moral”, propone Orwell, para que nuestros inevitables
impulsos emocionales no contaminen nuestros procesos mentales. Una modesta
propuesta (vivo en Cataluña, soy de familia madrileña y conozco un poco el
tema) para iniciar el recorrido por este camino: ¿por qué no intentamos moderar
un poco el lenguaje cuando hablamos de los “catalanes” o “los madrileños” o
“los andaluces”? ¿Por qué no considerar racistas no solo a los que insultan a
los negros, o a los musulmanes, o a los “sudacas” o a los judíos sino también a
aquellos que denigran los que han nacido dentro del territorio español? Se
daría un pequeño paso adelante, quizá, si en la cultura española esto fuera mal
visto también.
http://politica.elpais.com/politica/2012/11/24/actualidad/1353787167_644363.html
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